El campo y la ciudad. Eterna dicotomía. Tenemos la constante sensación de que la primera le gana a la segunda a cada minuto. El telediario, las redes sociales y la opinión popular nos hacen creer lo que nosotros en el fondo tememos: “la juventud, a la ciudad”. El campo para los rancios de pueblo y, como mucho, los guiris jubilados que quieran ná más que sol y cañas (o pintas). Las grandes empresas, el F U T U R O está en la vida de ciudad, entre el asfalto, el anonimato y la lucha individualista por hacerse un hueco en un mar de contradicciones. Para mí, el campo –véase también el medio rural, la naturaleza, o como queramos llamarle—es sinónimo de pureza, de lucha, de belleza sin maquillaje. Que no se malinterpreten mis palabras; esto no es un alegato en contra de las ciudades y sus gentes.
La vida en la ciudad tiene muchos puntos positivos, que intento exprimir al máximo cuando vivo en ellas o estoy de paso. Me gusta disfrutar del ambiente nocturno de terrazas que derrochan buen rollo, al igual que de esa oferta cultural que te permite ver películas en versión original y músicos callejeros. La mezcla de gentes, el colarte de intruso en una tienda estrafalaria, sentarte en una plaza cualquiera a tomar un helado… En este momento, si me dan a elegir, seguramente elegiría una ciudad para trabajar, sobre todo porque me gustaría vivir en lugares diferentes antes del “asentamiento final”. Creo que, en lo personal, estoy en un momento para experimentar y trabajar fuera del nido, pero para un futuro lo tengo más que claro…
Para aquellos que se refieren a los pueblos como si en estos todavía no hubiera llegado la bombilla, quiero dejarles una cosa clara. En los pueblos modernos, o en los pospueblos, se puede, si así se desea, vivir con las mayores comodidades. La juventud que se cría en un pueblo en esta década no juega con peonzas, no lleva zapatillas de esparto (una pena, todo hay que decirlo) y no bebe agua de un botijo (malditos frigoríficos). Los niños que viven en pueblos usan bicicletas, comen pipas, ven televisión y, seguramente, vayan a clases de inglés a regañadientes como cualquier niño de ciudad. En su mayoría tienen Playstation, zapatillas de Pull&Bear e Instagram. Algunos también tendrán caries y piscina para el verano (o la del vecino/a). Muchos otros, como sucede en las ciudades, no disfrutan de estos lujos de la vida moderna. Hay menos “afortunados” de lo que pensamos.
Pueblos y ciudades tienen su lado positivo y negativo, y cada uno tendrá sus preferencias por diversos motivos conducidos por la edad, ritmo de vida, aspiraciones profesionales… Pero para mí, los pueblos no tienen precio.
Si me tuviera que quedar con uno a largo plazo lo tengo más que claro…
Y tú, ¿con cuál te quedas?
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